Iván de la Torre Amerighi Texto del catalogo Brobdignag.
Casafuerte Bezmiliana. 2007.

imagenes Liliput I Digital
imagenes Brobdignan II Pintura
imagenes Gigantes


El SUEÑO (O PESADILLA) DEL ARTISTA.

Tres situaciones paralelas alientan esta exposición, interactuando las tres al unísono, unas veces más próximas, recorriendo caminos paralelos, casi tangentes, otras veces mirándose de reojo, más distanciadas. Situaciones que podríamos evaluar dentro de la esfera de intereses habituales de la autora y de gran parte de los creadores plásticos en la actualidad: la autoreferencialidad y la apropiación, la acción creativa sublimada a través de las manos, herramental físico del artista, y la escenificación indirecta, casi una retroproyección de la ficción representada.

Brobdingnag. Extraño nombre para una exposición. ¿Siglas o apócope de una unidad fraseológica mayor? ¿Impronunciable neologismo artístico o, tal vez, se trate de un extranjerismo a la moda? Estas y muchas otras cuestiones probablemente sobrevuelen nuestras cabezas y ojos desde la misma entrada. Nosotros, espectadores, siempre dispuestos a empacharnos de obviedades, a deglutir una realidad simplificada, a actuar como meros receptores de afinidades a la carta, nos sentimos esta vez desnudos en el desconcierto, inquietos por no saber desubicar de nuestro pensamiento este acertijo que nos intriga.
Brobdingnag. Segundo de los libros pertenecientes a ese viaje imaginario hacia la crítica y la sátira social, vendido hoy bajo el formato de literatura infantil, que emprende un inquieto cirujano de Nottinghamshire llamado Lemuel en “Travels into several Remote Nations of the World…”, más conocido como “Los Viajes de Gulliver”, novela escrita por Jonathan Swift en 1726.

Tras su aventura en Liliput, un regreso al hogar y un nuevo viaje, Lemuel Gulliver es abandonado por los marineros con los que se enroló en el Adventure, frente las playas de un reino de gigantes, de gentes de un tamaño doce veces mayor al natural, Brobdingnag . La caricatura de Swift se dota de una reversibilidad inesperada, los brobdingnagianos serán ahora a Gulliver lo que este representaba para los liliputienses pero con características e intenciones muy distintas. Mientras aquella sociedad minúscula suponía la arquetipización de un pueblo sencillo, respetuoso con la moral y las leyes divinas, trasunto de las clases populares inglesas, estos gigantes codiciosos, poco éticos, encerrados en si mismos e incultos suponen un agrio retrato de la aristocracia británica. “Indudablemente, los filósofos están en lo cierto cuando nos dicen que nada es grande ni pequeño sino por comparación”. Relativismo y parangón son puestos, en cierta ocasión, en boca de Lemuel Gulliver por parte de Swift. Todo es relativo y todo es comparable debió pensar también Giulio Cesare Scaligero cuando, en su obra de 1561 “Poética”, titulara el capítulo VI, en el que ponderaba la valía literaria de Virgilio por encima de aquella de Homero, como “Críticus”. Superaba con ello, la neolatinidad italiana, las sombras y temores medievales, reinventaba el parangón como herramienta de género y dotaba por primera vez de alas y libertad de conciencia a una crítica comprometida tal y como hoy la entendemos, con permiso de Diderot.

Elena Jiménez aprovecha con sabiduría el parangón metafórico avanzado por Swift y lo emplea en su propio beneficio, aplicándolo sobre un objetivo más singular y al menos tan universal como el de aquel: la relación del artista con su pasado y con el bagaje aprehendido, con la trascendencia y el reconocimiento al que siempre aspira. ¿Por qué no –supongo que ha debido pensar- utilizar Brobdingnag para edificar una metáfora sobre las dificultosas relaciones del artista con su entorno, dentro de este inestable reino que actualmente se conforma como mercado cultural? Al fin y al cabo, la figura del pequeño Gildrig –sobrenombre con que bautizan a Lemuel en este mundo de gigantes-, exhibido en los mercados para asueto y gozo de los eventuales espectadores, a quien se le hace bailar, saltar, hablar en su extraño idioma como un fenómeno o una mercancía que se intercambia por unas pocas monedas, a quien se valora por su condición diferenciada, extraña y marginal, se parece mucho al papel que interpreta todo creador en la actualidad.

Nos encontramos todos en un tren cuyo recorrido es milenario, nos bajamos cuando nos morimos y nadie recuerda desde dónde ni cuándo partió pero, al menos, poseemos la certeza que nuestras creaciones, aquellas que hemos confeccionado, realizado, edificado durante este breve lapso del trayecto que supone nuestra vida permanecerán aquí dentro, esperando ser descubiertas por quienes se suban en siguientes estaciones. Nuevos viajeros que indefectiblemente tendrán que convivir con aquello que dejaron esos otros, todos y cada uno de los que ya se fueron. En el tren del arte nada se tira, nada queda obsoleto, y en cualquier caso siempre se puede guardar en algún rincón, tal vez no demasiado alejado por si, pongamos el caso, cambiasen repentinamente los aires y alguien lo quisiera recuperar.

El apropiacionismo del que siempre se acusa al arte último no es ni un ademán contemporáneo ni un vicio de época. Ni siquiera debe ser un indicio de falta de imaginación. En talleres y gremios de pasados siglos y cualquier cultura se han forjado las técnicas paso a paso, técnicas que han alumbrado las más bellas obras, aprendiendo de los errores de cada anterior prueba, teniendo al tiempo de su lado a la hora de valorar la consolidación y buena salud de cualquier avance. Los modos artísticos y los iconos que los sostienen han sido forjados sobre un recetario de imágenes anteriores, sobre hitos incontestables que no generaban contestación ni duda alguna. Pero cuando no se pudo avanzar más por los procedimientos tradicionales –nos resistimos a emplear el término “naturales”-, el hombre se dedicó a dictar normas, a promulgar leyes universales que reordenaran el discurrir de los procedimientos creativos creyendo que así, con la pura razón, llegaría a desterrar la inspiración. Pero ni esta ni los hallazgos pueden reducirse ni quedar encerrados en formulaciones matemáticas.
Sabe bien la artista alicantina que el proceso creativo no es más que un diálogo entablado entre conocimiento y manualidad. Entre la potencia y el acto. El creador, durante la contemporaneidad, ha luchado por desembarazarse de ambas. Y ha terminado transformándose, en muchos casos, en un mero delineante de la ocurrencia. Jiménez, en cambio, no ha tratado de soslayar esta confrontación con la problemática del ser artista en un mundo saturado de impactantes imágenes donde la cultura se difunde a través del anuncio o el sms y la novedad parece ser el valor más apreciado. Con inteligencia ha hecho suyas las posibilidades contenidas en la desazón y los complejos que aterran a todo autor, el tránsito por un precipicio –miradas adelante, vistazos atrás- por el que resulta muy fácil despeñarse.
En la instalación “Entregigantes” –de esclarecedor título- o en las piezas “Viajeros del Tiempo” o “De viaje con Gulliver”, una vez que la voluntad periegética está definida, se lanza a la recuperación de los pasajes que conforman la memoria selectiva de un creador y que atañen a un pasado tan heroico cuanto lejano.

Así, van yuxtaponiéndose las imágenes recortadas, desplazadas y descontextualizadas –tal vez también recontextualizadas- de “El lisiado” (1642) de Ribera; de esa “Eva” que Durero retratase en 1507, tan grácil como inconsciente; del ecuestre Conde-Duque de Olivares y la ensimismada Venus ante su espejo, ambas de Velázquez; de los esponsales de los Arnolfini (1434), del minucioso y obsesivo van Eyck, del Diadumeno (h. 430 a. C.), tan atlético y amanerado, de Policleto; de la mitad de los personajes de “El Almuerzo en la hierba” (1863) de Manet y de tantos otros.

Si establecemos una comparación con lo argumentos que articula Stoichita cuando define “Cristo en casa de Marta y María” o “La Mulata”, cuadros desdoblados o “bambochadas” velazqueñas, como umbrales intertextuales , vibrantes intersticios entre dos realidades, comprobaremos como la artista no abre un cuadro dentro de un cuadro sino que, siguiendo de alguna manera un proceso técnico paralelo, los puntos de fuga se encaminan a abrir puertas hacia el recuerdo artístico “creando” con este material sensible una obra de arte. Tampoco deberíamos parangonar este proceso al del ensamblaje, al que se refiere el autor rumano páginas después, sino tal vez al de una galería de la memoria, a un gabinete de maravillas, a una antropología seleccionada entre retazos del arte pasado.

Resulta significativo comprobar cómo la existencia del artífice se denota únicamente por la presencia de sus manos, siempre urdiendo, dirigiendo estas operaciones críticas, manipulando –en el mejor sentido-, lo cual nos protege de cualquier casuística arbitraria. Como si de un titiritero, o incluso mejor, como si de un gigante brobdignagiano se tratara, la creadora escoge, acerca, solapa unas imágenes con otras, aportando, en la reconstrucción, un sentido tanto ético cuanto estético. Si observamos la disposición escenográfica de estos procesos plásticos, constataremos cómo la paradoja contenida en la técnica representativa ayuda al artista en ese trance de indecisión en el cual no sabe si decantarse por aparecer, por descubrirse –y reivindicarse directamente- o por anularse en pos de toda la historia del arte. Y no se decide, queda a media luz, recortado por las sombras que proyectan sobre un espectador a quien le deslumbra de lleno ese foco lumínico trasero. Tanto, que únicamente le permite reconocer contornos, formas no por más sucintas menos reconocibles. La ficción no se representa, aparece en escena retroproyectada, ensoñada.

Gildrig logra escapar con astucia –y con la casa a cuestas, improvisado barco- de ese mundo atosigante con algunas lecciones aprendidas mientras nosotros, por nuestro lado, aún nos estamos pensando si huir hacia delante con todo el equipaje o quedarnos recostados en las placenteras playas del país de los gigantes algún tiempo más, observando -como dice un son que ya olvidé- las olas venir, los barcos pasar.


Iván de la Torre Amerighi.


Iván de la Torre Amerighi Texto del catalogo Brobdignag.
Casafuerte Bezmiliana. 2007.

imagenes Liliput I Digital
imagenes Brobdignan II Pintura
imagenes Gigantes


El SUEÑO (O PESADILLA) DEL ARTISTA.

Tres situaciones paralelas alientan esta exposición, interactuando las tres al unísono, unas veces más próximas, recorriendo caminos paralelos, casi tangentes, otras veces mirándose de reojo, más distanciadas. Situaciones que podríamos evaluar dentro de la esfera de intereses habituales de la autora y de gran parte de los creadores plásticos en la actualidad: la autoreferencialidad y la apropiación, la acción creativa sublimada a través de las manos, herramental físico del artista, y la escenificación indirecta, casi una retroproyección de la ficción representada.

Brobdingnag. Extraño nombre para una exposición. ¿Siglas o apócope de una unidad fraseológica mayor? ¿Impronunciable neologismo artístico o, tal vez, se trate de un extranjerismo a la moda? Estas y muchas otras cuestiones probablemente sobrevuelen nuestras cabezas y ojos desde la misma entrada. Nosotros, espectadores, siempre dispuestos a empacharnos de obviedades, a deglutir una realidad simplificada, a actuar como meros receptores de afinidades a la carta, nos sentimos esta vez desnudos en el desconcierto, inquietos por no saber desubicar de nuestro pensamiento este acertijo que nos intriga.
Brobdingnag. Segundo de los libros pertenecientes a ese viaje imaginario hacia la crítica y la sátira social, vendido hoy bajo el formato de literatura infantil, que emprende un inquieto cirujano de Nottinghamshire llamado Lemuel en “Travels into several Remote Nations of the World…”, más conocido como “Los Viajes de Gulliver”, novela escrita por Jonathan Swift en 1726.

Tras su aventura en Liliput, un regreso al hogar y un nuevo viaje, Lemuel Gulliver es abandonado por los marineros con los que se enroló en el Adventure, frente las playas de un reino de gigantes, de gentes de un tamaño doce veces mayor al natural, Brobdingnag . La caricatura de Swift se dota de una reversibilidad inesperada, los brobdingnagianos serán ahora a Gulliver lo que este representaba para los liliputienses pero con características e intenciones muy distintas. Mientras aquella sociedad minúscula suponía la arquetipización de un pueblo sencillo, respetuoso con la moral y las leyes divinas, trasunto de las clases populares inglesas, estos gigantes codiciosos, poco éticos, encerrados en si mismos e incultos suponen un agrio retrato de la aristocracia británica. “Indudablemente, los filósofos están en lo cierto cuando nos dicen que nada es grande ni pequeño sino por comparación”. Relativismo y parangón son puestos, en cierta ocasión, en boca de Lemuel Gulliver por parte de Swift. Todo es relativo y todo es comparable debió pensar también Giulio Cesare Scaligero cuando, en su obra de 1561 “Poética”, titulara el capítulo VI, en el que ponderaba la valía literaria de Virgilio por encima de aquella de Homero, como “Críticus”. Superaba con ello, la neolatinidad italiana, las sombras y temores medievales, reinventaba el parangón como herramienta de género y dotaba por primera vez de alas y libertad de conciencia a una crítica comprometida tal y como hoy la entendemos, con permiso de Diderot.

Elena Jiménez aprovecha con sabiduría el parangón metafórico avanzado por Swift y lo emplea en su propio beneficio, aplicándolo sobre un objetivo más singular y al menos tan universal como el de aquel: la relación del artista con su pasado y con el bagaje aprehendido, con la trascendencia y el reconocimiento al que siempre aspira. ¿Por qué no –supongo que ha debido pensar- utilizar Brobdingnag para edificar una metáfora sobre las dificultosas relaciones del artista con su entorno, dentro de este inestable reino que actualmente se conforma como mercado cultural? Al fin y al cabo, la figura del pequeño Gildrig –sobrenombre con que bautizan a Lemuel en este mundo de gigantes-, exhibido en los mercados para asueto y gozo de los eventuales espectadores, a quien se le hace bailar, saltar, hablar en su extraño idioma como un fenómeno o una mercancía que se intercambia por unas pocas monedas, a quien se valora por su condición diferenciada, extraña y marginal, se parece mucho al papel que interpreta todo creador en la actualidad.

Nos encontramos todos en un tren cuyo recorrido es milenario, nos bajamos cuando nos morimos y nadie recuerda desde dónde ni cuándo partió pero, al menos, poseemos la certeza que nuestras creaciones, aquellas que hemos confeccionado, realizado, edificado durante este breve lapso del trayecto que supone nuestra vida permanecerán aquí dentro, esperando ser descubiertas por quienes se suban en siguientes estaciones. Nuevos viajeros que indefectiblemente tendrán que convivir con aquello que dejaron esos otros, todos y cada uno de los que ya se fueron. En el tren del arte nada se tira, nada queda obsoleto, y en cualquier caso siempre se puede guardar en algún rincón, tal vez no demasiado alejado por si, pongamos el caso, cambiasen repentinamente los aires y alguien lo quisiera recuperar.

El apropiacionismo del que siempre se acusa al arte último no es ni un ademán contemporáneo ni un vicio de época. Ni siquiera debe ser un indicio de falta de imaginación. En talleres y gremios de pasados siglos y cualquier cultura se han forjado las técnicas paso a paso, técnicas que han alumbrado las más bellas obras, aprendiendo de los errores de cada anterior prueba, teniendo al tiempo de su lado a la hora de valorar la consolidación y buena salud de cualquier avance. Los modos artísticos y los iconos que los sostienen han sido forjados sobre un recetario de imágenes anteriores, sobre hitos incontestables que no generaban contestación ni duda alguna. Pero cuando no se pudo avanzar más por los procedimientos tradicionales –nos resistimos a emplear el término “naturales”-, el hombre se dedicó a dictar normas, a promulgar leyes universales que reordenaran el discurrir de los procedimientos creativos creyendo que así, con la pura razón, llegaría a desterrar la inspiración. Pero ni esta ni los hallazgos pueden reducirse ni quedar encerrados en formulaciones matemáticas.
Sabe bien la artista alicantina que el proceso creativo no es más que un diálogo entablado entre conocimiento y manualidad. Entre la potencia y el acto. El creador, durante la contemporaneidad, ha luchado por desembarazarse de ambas. Y ha terminado transformándose, en muchos casos, en un mero delineante de la ocurrencia. Jiménez, en cambio, no ha tratado de soslayar esta confrontación con la problemática del ser artista en un mundo saturado de impactantes imágenes donde la cultura se difunde a través del anuncio o el sms y la novedad parece ser el valor más apreciado. Con inteligencia ha hecho suyas las posibilidades contenidas en la desazón y los complejos que aterran a todo autor, el tránsito por un precipicio –miradas adelante, vistazos atrás- por el que resulta muy fácil despeñarse.
En la instalación “Entregigantes” –de esclarecedor título- o en las piezas “Viajeros del Tiempo” o “De viaje con Gulliver”, una vez que la voluntad periegética está definida, se lanza a la recuperación de los pasajes que conforman la memoria selectiva de un creador y que atañen a un pasado tan heroico cuanto lejano.

Así, van yuxtaponiéndose las imágenes recortadas, desplazadas y descontextualizadas –tal vez también recontextualizadas- de “El lisiado” (1642) de Ribera; de esa “Eva” que Durero retratase en 1507, tan grácil como inconsciente; del ecuestre Conde-Duque de Olivares y la ensimismada Venus ante su espejo, ambas de Velázquez; de los esponsales de los Arnolfini (1434), del minucioso y obsesivo van Eyck, del Diadumeno (h. 430 a. C.), tan atlético y amanerado, de Policleto; de la mitad de los personajes de “El Almuerzo en la hierba” (1863) de Manet y de tantos otros.

Si establecemos una comparación con lo argumentos que articula Stoichita cuando define “Cristo en casa de Marta y María” o “La Mulata”, cuadros desdoblados o “bambochadas” velazqueñas, como umbrales intertextuales , vibrantes intersticios entre dos realidades, comprobaremos como la artista no abre un cuadro dentro de un cuadro sino que, siguiendo de alguna manera un proceso técnico paralelo, los puntos de fuga se encaminan a abrir puertas hacia el recuerdo artístico “creando” con este material sensible una obra de arte. Tampoco deberíamos parangonar este proceso al del ensamblaje, al que se refiere el autor rumano páginas después, sino tal vez al de una galería de la memoria, a un gabinete de maravillas, a una antropología seleccionada entre retazos del arte pasado.

Resulta significativo comprobar cómo la existencia del artífice se denota únicamente por la presencia de sus manos, siempre urdiendo, dirigiendo estas operaciones críticas, manipulando –en el mejor sentido-, lo cual nos protege de cualquier casuística arbitraria. Como si de un titiritero, o incluso mejor, como si de un gigante brobdignagiano se tratara, la creadora escoge, acerca, solapa unas imágenes con otras, aportando, en la reconstrucción, un sentido tanto ético cuanto estético. Si observamos la disposición escenográfica de estos procesos plásticos, constataremos cómo la paradoja contenida en la técnica representativa ayuda al artista en ese trance de indecisión en el cual no sabe si decantarse por aparecer, por descubrirse –y reivindicarse directamente- o por anularse en pos de toda la historia del arte. Y no se decide, queda a media luz, recortado por las sombras que proyectan sobre un espectador a quien le deslumbra de lleno ese foco lumínico trasero. Tanto, que únicamente le permite reconocer contornos, formas no por más sucintas menos reconocibles. La ficción no se representa, aparece en escena retroproyectada, ensoñada.

Gildrig logra escapar con astucia –y con la casa a cuestas, improvisado barco- de ese mundo atosigante con algunas lecciones aprendidas mientras nosotros, por nuestro lado, aún nos estamos pensando si huir hacia delante con todo el equipaje o quedarnos recostados en las placenteras playas del país de los gigantes algún tiempo más, observando -como dice un son que ya olvidé- las olas venir, los barcos pasar.


Iván de la Torre Amerighi.